Cultura

La novela verdadera

Por Javier Chiabrando (*)

El dedo índice de mi mano izquierda estaba por teclear la primera letra de la primera palabra de mi novela parisina cuando sonó el teléfono. Atendí, aliviado de postergar por algunos segundos la literatura al llamado de la realidad, y escuché lo que el empleado de Suker&Bronx tenía para decirme. Colgué, apagué la computadora y la luz del escritorio, volví al teléfono y llamé a Sandra. La secretaria me trató como a un simple paciente.

—Soy el marido —le dije sin reírme ni enojarme—, y exijo que mi mujer suspenda la operación, aunque sea un trasplante de corazón, y que me atienda, que mi corazón está primero.

Dejé el teléfono sobre la mesa y busqué la guía. Elegir una empresa de transporte que no pareciera cara me llevó un instante. Me gustó Sudeste: camiones, camionetas y combis. Destaqué el número con un lápiz rojo en el momento en que Sandra contestaba mi llamada. Me la imaginé con el barbijo puesto y el bisturí ensangrentado en una de sus manos.

—Mi amor —le dije a pesar de todo—, me voy al puerto. Me voy a embarcar de marinero. En el camino me voy a comprar un pulóver azul oscuro de cuello alto y una gorra.

—Vas a parecer Conrad —contestó.

No logré recordar la cara de Conrad y menos una gorra sobre su cabeza. Igual me alegré por tener una mujer tan inteligente. No cambié de opinión ni siquiera cuando me abandonó.

—Llegó algo de Europa para mí. Me llamaron de Suker&Bronx para avisarme — agregué como si el nombre de la empresa aportara prestigio a mi desconcierto.

—Deben ser cosas de tu papá.

—No creo. Debe ser el castillo medieval que me legó mi tío, el conde.

—No plagies las ideas de Paul Auster, no necesitás hacerlo.

—¿Lo armo en el dormitorio o en el garaje?

—¿Qué cosa?

—El castillo.

—Ojalá sea un castillo, pero lo dudo.

—Deben ser las cosas de mi papá, entonces.

Ambos hicimos silencio, como si se impusiera un homenaje.

—¿Cómo te sentís? —preguntó Sandra luego.

—Bien. ¿No escuchaste anoche los martillazos en la pared?

—Mi amor… —dijo Sandra sin que fuera necesario agregar nada. Era el tipo de momento en que su inteligencia me molestaba.

La besé en diferido, colgué y llamé a Sudeste. Un camión chico, o mediano, o grande pero barato, pedí. El señor Sudeste simulaba no entenderme. Al fin encontramos un camión adecuado para el bolsillo de un escritor. Me abrigué y salí a la calle. Corrí hasta la esquina y crucé la calle corriendo. ¿De qué valía correr?, me pregunto ahora.

Igualmente corría. Me detuve en una playa de estacionamiento cercana y reservé una plaza para el coche de Sandra. Por un mes, señor. Es que, le dije al encargado entre agitado y furioso de tener que explicar tanto, el garaje de mi casa va a estar ocupado por las cosas que mi padre me legó. (Dije padre y no papá. Por si valiera la pena aclararlo, se trata de la misma persona).

El legado, señor, o sea papeles, un castillo medieval, ropa vieja, muebles, todas porquerías que voy a tirar inmediatamente. La última palabra la dije cuando ya había comenzado a correr de nuevo. Evalué la posibilidad de llegar al puerto corriendo. No habría sido precisamente una epopeya, porque yo vivía en Playa Grande, a pocos kilómetros. Pero comenzaron a dolerme las piernas y el pecho. Tosí. Volví a toser y me senté en el suelo.

Un médico o un taxi, suspiré. Apenas lo dije, un precioso Renault 19 igualito al de mi mujer pero color taxi, dobló la esquina. Desde el suelo le hice señas. Subí, susurré las palabras al puerto, y me dediqué a disfrutar el paisaje. Casas vacías y en venta; edificios espantosamente iguales, los económicos; inalcanzables, los caros; luego, el mar. A lo lejos, el puerto de Mar del Plata, donde me esperaba el legado de papá, Jaime Casabella, el hombre que había traicionado a su familia en forma, hasta ese momento, inexplicable.

Nunca volvería a intentar escribir mi novela inspirada en mi experiencia con y en París. De aquella idea lo único que sobrevive, en papeles sueltos y en archivos de computadora nunca consultados, son títulos provisorios: París era una farsa, Los paraguas de París, París no cree en lágrimas, Nuestro hombre en París, París o París, y otros igualmente vacíos y hasta tontos. Si es verdad que existen momentos en que todo cambia, para bien o para mal, este fue el mío.

Llámenlo destino o como quieran. Llámenlo destino y seguro que aciertan. Se tejió así: estaba yo en mi casa lo más tranquilo y un insignificante empleado de una empresa de transporte marítimo me llamó por teléfono para decirme que mi papá siempre me había querido y que por eso me legaba sus cosas (que igualmente me pertenecían porque yo era su único hijo y su único heredero desde que mamá había renegado de su nombre y se había vuelto a casar).

A los dos días, otra empleada, en este caso de Editorial Silberman, llamada Frida, menos insignificante en todo sentido, me llamó para ofrecerme un trabajo: escribir un libro. Eran cosas aisladas, parecían serlo, pero como el destino es una malla que se teje con hilos de diferentes texturas y orígenes, esas dos llamadas se unieron en algún lugar del universo, allá donde las paralelas se unen a pesar de la geometría.

Lo del cambio de nombre fue idea de mamá, y al fin la adopté como mía. De un día para el otro, y luego del abandono de papá, ella dejó de usar el apellido Casabella y recuperó el de soltera. Dos años después comenzó a usar el de su nuevo marido. Yo, y con la excusa de cuestiones profesionales, abandoné el mío, o sea el de mi papá, y comencé a utilizar el de mamá excepto cuando firmo con seudónimos. Así que no me busquen en la guía telefónica por Casabella. No estoy allí. No molesten a mis ex compañeros de escuela, nada tienen que decir de mí y la mayoría no sabe dónde vivo ni a qué me dedico.

Los que saben que soy escritor no saben que la mayoría de mis libros los firmo con seudónimos porque, a falta de proyecto propio de escritura, acepto escribir lo que me piden, como un buen ghostwriter, que entrega sus manuscritos en tiempo y forma, sin una página de más, sin un plagio (a la vista), sin que nadie haya podido jamás detectar una frase robada a otro libro de las miles que mis libros por encargo tienen.

Por eso, entre otras cosas, soy bueno y cobro bien. Escribo a mano mi literatura, escasa y dubitativa, y con computadora los libros que firmo con seudónimo. Por ejemplo, esto que escribo ahora, lo hago a mano. Necesito que ambas escrituras se diferencien, y como no estoy seguro de poder hacerlo apelando a la sintaxis, lo hago alternado el método.

Comencé a escribir libros a pedido viviendo esta historia que voy a contar, la historia donde soy protagonista, porque se trataba de mi vida, la de mi padre, la de mi madre, la de Sandra hasta que se liberó del peso de no saber con quién estaba viviendo. Pero en el momento en que me llamó el empleado de Suker y luego Frida, yo era un escritor con ambiciones, y quizá futuro. Soñé con eso hasta que comprendí que nunca escribiría mi novela parisina (que pensaba firmar con mi nombre y mi apellido, que es en realidad el de mi madre).

Ahora escribo lo que me encargan, meto la nariz en bibliotecas, vidas ajenas, el pasado de la gente, incluso el presente. Recibo insultos, amenazas, o indiferencia. Escribo entre tres y cuatro libros por año. Investigo dos meses, máximo, y lo escribo en un tercero, obligatoriamente.

Esta historia es la del primer encargo que recibí, que fue muy especial, entre otras cosas porque nunca se convirtió en libro. El encargo provenía de Editorial Silberman. Era un libro sobre tres casos de grandes herencias que, luego de la segunda guerra mundial, dieron mucho que hablar, aunque yo nunca había oído hablar de ellas.

Para un escritor paralizado era una gran oportunidad. Sucedió a mediados del 2000. Parece tonto, pero, en el momento de aceptar el encargo de Silberman, pensé que un cambio de siglo me traería suerte. Siglo nuevo, dije, literatura nueva, vida nueva. Lo que se iba a cumplir era lo de vida nueva.

Ya ven, entonces, quién está hablando: un hombre que enfrenta una vida inesperada con un nombre falso, para intentar escribir un libro que, de haber existido, habría firmado con un seudónimo.

(*) Fragmento de La novela verdadera, último libro de Javier Chiabrando publicado por Vestales.

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